Es lo que empezó a escucharse en todos los países a los que les ha llegado la traducción del último libro del escritor “El cementerio de Praga”. Se indignaron casi todos, pero ante todo los judíos y el Vaticano. Que el libro les hace mala fama a los papas, a la iglesia en general, a los alemanes, a los franceses, a los italianos, polacos y obviamente, perdonen la repetición, a los judíos...
Para los que no han leído el libro:
El protagonista principal, poco simpático Simonini, tiene una aversión muy fuerte hacia los hebreos, inculcada por su abuelo y bien afianzada por las circunstancias de la vida. Simonini se dedica a producir documentos falsos, para clientes particulares, pero especialmente para la gente importante que viene en nombre de grandes potencias, bien eclesiásticas o militares, bien políticas. La obra de su vida es un relato llamado los “Protocolos de Praga”, ficticio obviamente, que cuenta la reunión de los rabinos más importantes celebrada en el cementerio de Praga (de ahí el título) con el fin de elaborar estrategias para acabar con el catolicismo. Aunque no se le puede negar cierto talento al odioso protagonista, Simonini no inventa gran cosa; todo su documento es un collage, con pequeñas modificaciones para adaptarse a las expectativas de distintos clientes, de textos que ya habían aparecido antes.
El revuelo que causó el libro de Eco me sorprende bastante. Parece que nadie ha notado que el libro es uno de los juegos literarios del cultismo escritor italiano. Primero, Eco, igual que Simonini (“los grandes narradores se describen siempre en sus personajes”[1]), no inventa nada. Casi todo lo que dicen los personajes y lo que aparece en el libro está basado en documentos auténticos que ya han sido publicados. Todos los personajes, excepto el mismo Simonini, son reales, por muy increíble que esto le pueda parecer al lector. Eco, como su protagonista, elabora un texto con el propósito de causar un revuelo, de que la gente hable y se confronte con sus propios juicios y prejuicios. Eco nos guiña un ojo, demostrando que la cuestión judía sigue siendo un tema muy delicado, casi tabú. En los tiempos cuando la literatura no es noticia, Eco logra que lo sea. Segundo, los críticos del libro, cometen un error básico de identificar al narrador, o peor, al protagonista principal con el escritor.
La cuestión aparte es si la novela es buena. La lectura no es fácil, uno avanza, en muchas páginas, a fuerza de voluntad. Me atrevería a decir, que el hecho de que el proceso se nos haga arduo, es uno de los objetivos de Eco, tal vez para asemejarse aún más a los propósitos de Simonini: confundir al lector, cansar, que lea a trozos, que se le olvide lo que ya haya leído. Como dice Simonini: “si producís un documento de muchas páginas, la gente no se lo leerá todo de un tirón” [2] y así se evita un análisis profundo, fijéndose en producir solamente las emociones superficiales. Sin embargo, hay fragmentos del libro que quitan el aliento y el sombrero. Eco es una enciclopedia andante, un semiótico, y uno de los escritores más cultos de nuestros tiempos, y yo lo admiro, por este nivel inalcanzable de sus escritos, siempre despliegues de su conocimiento resumido en una forma digerible (se puede polemizar) para los mortales. Pero… con gusto leería una novela menos cargada de información y más personal. Por ahora me quedo con sus ensayos.
[1] Eco, U., “El cementerio de Praga”, Lumen, México 2010, p. 367.
[2] Ibid., p. 561.
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